"Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que herviría para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita."

Cien años de soledad, Gabriel García Márquez.

PLAN DE HÁBITO LECTOR

lunes, 12 de noviembre de 2018

PERSONAJES INOLVIDABLES. HEIDI, DE JOHANNA SPYRI


Estimados Macondovisitantes:

Hoy, 12 de noviembre del 2018, en nuestra sección de "Personajes Inolvidables" nos centraremos en uno de los personajes más conocidos de la literatura infantil es sin duda alguna Heidi. La pequeña niña alegre que vive con su abuelo en los bosques suizos tuvo una gran repercusión entre los lectores de su tiempo y su autora llegó a huir de tanta popularidad. Heidi refleja parte de la vida de su autora, Johanna Spyri, una mujer nacida en las montañas de Suiza que sufrió la añoranza de su pueblo cuando tuvo que trasladarse a vivir lejos de su hogar. 


Antes de proseguir, conoceremos antes a la autora del libro, Johanna Spyri.


Johanna Louise Heusser nació el 12 de junio en una pequeña aldea de los Alpes llamada Hirzel. Fue la cuarta de los seis hijos del médico local Johann Heusser y la poetisa Meta Sebweizer. Después de formarse en la escuela de Hirzel, cuando tenía catorce años, fue enviada a estudiar a Zúrich donde se instaló en casa de un familiar. 
Dos años más tarde se trasladó a un internado de la localidad de Yverdon, en el cantón francés de Suiza. Una vez licenciada, regresó a su hogar donde ayudó a su madre en la educación de sus hermanos pequeños. 
En aquellos años, Johanna disfrutaba de su pasión por la música, tocando el piano y el arpa; leía mucho y disfrutaba de la naturaleza que rodeaba su hogar. 
En 1852 conoció al que sería su marido, Bernard Spyri, estudiante de derecho amigo de uno de sus hermanos. Después de casarse, la pareja se trasladó a vivir a Zurich donde Bernard trabajaba como editor de un diario. Johanna no se adaptó a la nueva vida en la ciudad y cayó en una depresión de la que solamente consiguió salir cuando nació su único hijo, Bernhard, en 1855. 
Fue cuando Johanna había superado los cuarenta años, que empezó a escribir. Su primer libro, firmado como J.S. se publicó en 1871. Una hoja en la tumba de Vrony fue un libro editado para recaudar fondos para la Cruz Roja Internacional, que en aquellos años colaboraba para ayudar a los heridos en la guerra Franco-Prusiana. 
En aquella época oscura para Europa, Johanna empezó a entretener a su hijo relatándole historias de una niña inspiradas en sus propias experiencias de la infancia. Aquel fue el inicio de una larga lista de libros protagonizados por Heidi. El primero de todos se publicó en 1880.
1884 fue un año terrible para Johanna. En un breve periodo de tiempo su hijo y su marido fallecían dejándola sola a los cincuenta y siete años de edad. Johanna dejó su casa familiar y se trasladó a vivir a una más céntrica en la ciudad de Zúrich donde acogió a una sobrina suya. Intentó paliar su profunda tristeza volcándose en obras de caridad e imaginando historias infantiles para su sobrina como ya hiciera con su amado hijo. 
Las historias de Johanna Spyri tuvieron tanto éxito que ella misma se sintió agobiada de tanta fama e intentaba por todos los medios evitar hablar con los críticos y sus ávidos lectores. 
El 7 de julio de 1901 fallecía en Zúrich. Heidi la haría inmortal.
A continuación, realizaremos una descripción de la pequeña Heidi. Heidi es una niña nacida en Dörfli, una pequeña localidad de los Alpes suizos en la Comuna de Maienfeld, que queda huérfana de padre cuando tan sólo cuenta un año de edad. Su padre Tobías, carpintero, fallece a consecuencia de un accidente laboral cuando le cae encima una viga. Su madre, Adelaida, llamada como ella, moriría de pena pocos meses después. Heidi queda entonces bajo tutela de su abuela materna y su tía Dete. La primera fallece, y Heidi vive con su tía que trabaja en el balneario de Ragaz. Cuando la niña cuenta cinco años, a Dete le ofrecen un empleo como sirvienta en la ciudad alemana de Fráncfort, por lo que la entrega al cuidado de su abuelo paterno al que todos conocen como el Viejo de los Alpes y que vive recluido en una casa rural de los Alpes, apartado del contacto de la gente. La pequeña cambiará a mejor la vida del viejo y durante tres años vive feliz entre juegos y cabras y en compañía de su amigo Pedro. Dete regresa para llevarse a la niña a Fráncfort, donde ha conseguido que la contraten como señorita de compañía de Klara Sesemann, la hija de un acaudalado hombre de negocios, que vive postrada en una silla de ruedas. En la ciudad, Heidi sufre el acoso de la terrible institutriz Señorita Rottenmeier. Finalmente consigue retornar con su abuelo a Suiza, donde más adelante recibirá la visita de Klara.

Y para finalizar, os pasamos un fragmento del primer capítulo de la novela de Johanna Spyri, Heidi, la niña de los Alpes. 
CAPÍTULO 1. CAMINO DE LOS ALPES 
Desde el acogedor pueblo de Mayenfeld, atravesando verdes pra- dos, llenos de árboles, un sendero conduce hasta los pies de las montañas que, desde ese lado, miran altivas y serias hacia el valle. Allí donde el camino empieza a ascender, los pastos de fresca hier- ba y aromáticas plantas van saludando ya al viajero con su perfume, porque el empinado sendero lleva directamente a los Alpes.
Por ese estrecho camino subía una clara y soleada mañana del mes de junio una muchacha del valle, alta y de aspecto robusto, que llevaba de la mano a una niña de mejillas tan ardientes que ilu- minaban de rojo su tez morena. No era extraño, porque, a pesar del sol de junio, la niña iba tan abrigada como si tuviera que hacer frente a una dura nevada. La pequeña tendría apenas unos cinco años de edad, pero no podía verse su gura, porque llevaba pues- tos dos, cuando no tres vestidos, uno encima de otro, y cruzado so- bre ellos un gran pañuelo de algodón rojo, de manera que aquella personita parecía una gura sin forma que, metida en unos zapatos de montaña, provistos de clavos, se esforzaba por caminar montaña arriba toda acalorada. Debían de llevar una hora subiendo desde el valle cuando llegaron a la aldea situada a medio camino de la cima, a la que llaman «el pueblecito». Aquí las viajeras recibían saludos desde todas las casas, ya desde una ventana, ya desde una puerta y, en una ocasión, incluso desde el camino, porque la muchacha ha- bía llegado a su pueblo. Pero no se detuvo en ningún sitio, sino que devolvió todos los saludos y contestó a todas las preguntas al pasar, sin pararse, hasta que llegó a la última de aquellas casitas tan dispersas. Aquí le dijeron desde la puerta:
—Espera un momento, Dete, voy contigo si vas a seguir su- biendo.
La persona a la que se dirigía se detuvo, la niña se soltó ense- guida de su mano y se sentó en el suelo.
—¿Estás cansada, Heidi? —preguntó la acompañante.
—No, tengo calor —respondió la niña.
—Ya falta poco para llegar, sólo tienes que intentar dar pasos
más grandes, así llegaremos dentro de una hora —la animó su com- pañera de viaje.
Entonces salió de la casa una mujer gruesa, de aspecto bonda- doso, y se unió a ellas. La niña se había levantado y ahora caminaba detrás de las dos viejas conocidas, que rápidamente iniciaron una viva conversación sobre todos los habitantes del pueblecito y de las muchas casas que lo rodeaban.
—Pero, Dete, ¿adónde vas con la niña? —preguntó entonces la que se había sumado al grupo—. Seguro que es la niña de tu her- mana, la huérfana.
—Sí —respondió Dete—, la llevo a casa del Tío, se queda- rá allí.
—¿Cómo? ¿Que la niña se va a quedar con el Tío de los Al- pes? ¡Creo que no estás bien de la cabeza, Dete! ¿Cómo puedes ha- cer algo así? ¡Ya te echará de allí el viejo con esas cosas!
—No puede hacerlo, es su abuelo, tiene que hacer algo, has- ta ahora he tenido yo a la niña y te digo, Barbel, que no voy a per- der por ella un puesto como el que me ofrecen ahora, ahora le toca a su abuelo ocuparse de ella.
—Sí, si fuera como el resto de la gente, sí —se apresuró a a r- mar la pequeña Barbel—, pero ya lo conoces, ¿qué va a hacer él con una niña, y además tan pequeña? ¡No va a soportar estar con él! Pero ¿adónde te vas?
—A Frankfurt —dijo Dete—, allí me van a dar un puesto muy bueno. Los señores estuvieron el verano pasado en el balnea- rio; sus habitaciones estaban en mi pasillo y yo las atendí; ya enton- ces quisieron que me fuera con ellos, y ahora han vuelto y quieren llevarme otra vez, y yo también quiero irme, puedes estar segura.
—No me gustaría estar en el pellejo de la niña —dijo Barbel con un gesto de rechazo—. Nadie sabe cómo es ese viejo. No quie- re relacionarse con ninguna persona, se pasa los años sin poner un pie en la iglesia y, cuando baja a la aldea una vez al año con su grue- so bastón, todos se apartan porque le tienen miedo. Con esas espe- sas cejas grises y esa terrible barba parece un salvaje o un indio, así que uno se alegra de no encontrárselo nunca a solas.
—Me da igual —dijo Dete obstinada—, es su abuelo y tie- ne que cuidar de la niña, seguro que no le hará nada y es él quien tiene que hacerse cargo de ella, no yo.
—Sólo me gustaría saber —dijo Barbel inquisitiva—, con qué es con lo que el viejo carga en la conciencia para tener esa cara y vivir allí arriba, en los pastos, más solo que la una y no dejarse ni ver. Se dicen muchas cosas de él; seguro que tu hermana te conta- ría algo, ¿no, Dete?
—Claro, pero no digo nada, ¡buena me pondría si se enterara!
Pero Barbel llevaba mucho tiempo queriendo saber qué era lo que le pasaba al Tío de los Alpes para tener esa cara de tan pocos amigos y vivir allí arriba tan solo y por qué la gente hablaba de él sólo con medias palabras, como si tuvieran miedo de ponerse en su contra, pero no quisieran estar a su favor. Barbel tampoco sabía por qué todos lo llamaban el Tío de los Alpes, no podía ser el verdade- ro tío de todos los habitantes de la aldea, pero como todos llamaban así al viejo, ella también lo hacía y lo llamaba Tío, como decían en la comarca. Barbel había llegado a la aldea hacía poco, recién casada; antes vivía en Prättigau y por eso no conocía todas las historias ni a cada una de las personas que habían vivido y vivían en el puebleci- to y su comarca. Por el contrario, Dete, su buena amiga, había na- cido en la aldea y había vivido allí con su madre hasta hacía un año, cuando ésta había muerto y Dete se había trasladado al balneario de Ragaz, donde había encontrado un buen trabajo como sirvienta en el Gran Hotel. Esa misma mañana venía de Ragaz con la niña; has- ta Mayenfeld había podido ir en un carro de heno en el que un co- nocido regresaba a casa y las había llevado a las dos. Pero Barbel no quería dejar pasar sin aprovechar aquella buena ocasión de enterar- se de algo, así que cogió a Dete del brazo con toda con anza y dijo:
—Tú eres la que sabe la verdad y lo que la gente dice de él; creo que tú conoces toda la historia. Cuéntame un poco qué es lo que le pasa al viejo y si siempre le han tenido tanto miedo y si él siempre ha odiado tanto a la gente.
—Creo que no puedo decirte con precisión si siempre ha sido así; yo tengo veintiséis años y él tendría unos setenta, así que no lo he conocido de joven, no esperarás tal cosa. Pero si supiera que lue- go no se enteran en todo Prättigau te contaría un montón de histo- rias de él, mi madre era de Domleschg y él también.
—Pero, bueno, Dete, ¿qué te crees? —respondió Barbel un poco molesta—. La gente no cotillea tanto en Prättigau, y además yo sé callarme las cosas si es necesario. Cuéntamelo, no te arrepen- tirás.
—Bueno, te lo contaré, ¡pero tienes que mantener tu palabra! —le advirtió Dete.
Primero miró a su alrededor para ver si la niña no estaba de- masiado cerca como para escuchar todo lo que iba a decir; pero a la niña ni se la veía, ya debía de hacer tiempo que no seguía a las dos acompañantes, y éstas, en el celo de la conversación, no se habían dado ni cuenta. Dete se detuvo y miró por todas partes. El sendero no era siempre recto, pero casi se divisiba entero hasta el puebleci- to; sin embargo, no había nadie a la vista.
—Ya la veo —dijo Barbel—, ¿ves allí? —Y señaló con el índi- ce a un lado del sendero.
—Está subiendo por la ladera con Pedro el cabrero y sus ca- bras. ¿Y por qué lleva hoy a los animales tan tarde? Pero nos viene muy bien, él puede cuidar de la niña y tú contármelo todo mucho mejor.
—Pedro no tendrá que esforzarse mucho para cuidar de ella —dijo Dete—, no es nada tonta para tener cinco años, abre los ojos y ve lo que pasa, yo ya me he dado cuenta de eso, y le vendrá bien, porque el viejo no tiene más que sus dos cabras y la cabaña.
—¿Es que alguna vez ha tenido algo más? —preguntó Barbel.
—¿Que si ha tenido? Sí, creo que sí, que antaño tuvo más —se apresuró a contestar Dete—, una de las granjas más hermo- sas de Domleschg. Era el hijo mayor y tenía sólo un hermano, que era muy tranquilo y respetuoso. Pero el mayor se dedicaba sólo a ju- gar a ser el amo y a andar de un lado para otro con malas compa- ñías, a las que nadie conocía. Se jugó y se bebió la granja entera y, como suele ocurrir, su padre y su madre acabaron muriendo uno tras otro de puro disgusto, y el hermano, al que no le quedó más re- medio que mendigar, se marchó muerto de pena, nadie sabe adónde y el Tío mismo, como ya sólo le quedaba la mala reputación, desa- pareció también. Al principio nadie supo adónde había ido, luego se dijo que se había marchado de soldado a Nápoles, y luego no volvió a oírse nada más durante trece o catorce años. Después, de repente, apareció de nuevo en Domleschg con un niño ya crecidito, y trató de buscarle alojamiento entre sus parientes. Pero le cerraron todas las puertas y nadie quería saber nada de él. Esto le indignó mucho; dijo que no volvería a poner un pie en Domleschg y entonces se vino a vivir con el chico aquí, al pueblecito. La esposa debía de ser de los Grisones, la había conocido allí y la había perdido muy pron- to. Debía de tener algo de dinero porque hizo que el chico, Tobías, aprendiera el o cio de carpintero, y era un chico cabal y la gente del pueblecito lo quería mucho. Pero del viejo no se aba nadie; se de- cía también que había desertado en Nápoles, que, de lo contrario, habría acabado mal porque había matado a alguien, claro que no en la guerra, se entiende, sino a causa de algún mal negocio. Pero noso- tros lo tratábamos, porque la abuela de mi madre era hermana de su abuela. Por eso lo llamábamos Tío, y como nosotros prácticamente estamos emparentados con toda la gente del pueblecito por parte de padre, éstos también empezaron todos a llamarle Tío, y como tam- bién desde entonces vive allí arriba, en los Alpes, se quedó ya con lo de «el Tío de los Alpes».
—¿Y qué fue de Tobías? —preguntó Barbel curiosa.
—Espera un poco, ya llegará, no puedo contártelo todo de una vez —dijo Dete—. Pues Tobías fue a aprender el o cio en Mels, y tan pronto como acabó, regresó al pueblecito y se casó con mi her- mana Adelheid, porque siempre se habían gustado, y ya casados se- guían llevándose muy bien. Pero aquello no duró mucho. A los dos años, mientras ayudaba en la construcción de una casa, le cayó enci- ma una viga y lo mató. Y como lo llevaron a casa todo des gurado, del susto y de la pena le entraron a Adelheid unas ebres tan altas que no pudo recuperarse; no era muy fuerte y, de vez en cuando, le daban como unos ataques, y nadie sabía a ciencia cierta si estaba dormida o despierta. No habían pasado más que unas semanas des- de la muerte de Tobías cuando enterraron a Adelheid. Por todas par- tes la gente no paraba de hablar del triste destino de ambos, y en voz baja y en voz alta se decía que era el castigo que el Tío se había me- recido por lo impío de su vida, y se lo dijeron a él mismo, y también el señor cura trató de meterle en la cabeza que tenía que arrepentirse, pero lo único que hizo fue amargarse y aislarse más, y no volvió a hablar con nadie y, además, todos se apartaban de su camino. De repente empezó a decirse que el Tío se había marchado a los Alpes y que ya ni siquiera bajaba, y desde entonces está allí y vive sin paz ni con Dios ni con los hombres. Mi madre y yo nos llevamos a la niña de Adelheid, tenía un año. Como mi madre murió el verano pasado y yo tenía que ganar algo de dinero en el balneario, la cogí y la dejé en Pfä erserdorf al cuidado de la vieja Ursel. En invierno pude que- darme también en el balneario, pues tenía trabajo porque sé coser y hacer remiendos, y a principios de la primavera volvieron los señores de Frankfurt a los que había servido el año anterior y quieren llevar- me con ellos; nos marchamos pasado mañana, y el trabajo es bueno, eso te lo puedo asegurar.
—¿Y pretendes dejarle la niña al viejo? Me asombra que pien- ses así, Dete —dijo Barbel en tono de reproche.
—¿Qué quieres decir? —replicó Dete—. Yo he hecho todo lo que he podido por la niña y ¿qué iba a hacer ahora con ella? Creo que no puedo llevarme a Frankfurt a una niña que va a cumplir cin- co años. Pero ¿adónde vas, Barbel? Estamos ya a mitad de camino de los pastos.
—Ya casi he llegado adonde tengo que ir —repuso Barbel—; tengo que hablar con la cabrera, me hace algunos hilados en invier- no. Así que adiós, Dete, que tengas suerte.
Esperamos que os haya gustado la entrada.
Atentamente,
El Equipo de la Biblioteca.

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